Antonio Valle
Persuasión celeste en la noche inaugural: sacbé a la primera base
Un cartel anuncia un homenaje para Rita Guerrero. No hace mucho la mítica cantante de Santa Sabina también dirigía un coro que hacia estremecer los patios del Claustro de Sor Juana. Por esos días un periodista, rígido y sin convicción, apareció en la tele lamentando su partida. Si era imposible creer el desconsuelo del periodista, más difícil era aceptar que Rita hubiera muerto. Pero en el Olimpo unos jóvenes actores se obstinan en confirmar el duelo colectivo y personal por la cantante. Nunca imaginé que esa noche lloraría un poco mientras veía en una entrevista cómo Rita se desvanecía, ya casi sin su inolvidable cabellera, y con el rostro violentado por el cáncer y la quimioterapia; aunque todavía sobrevivían algunas luces en sus ojos de premio jalisciense. Otra oscura coincidencia con el tema que nos ha reunido aquí; la preciosa cantante estudió en la facultad de filosofía y letras de la UNAM. Más tarde, para olvidarme de Rita, me tiro en la banca de un jardín a ver la noche. Contemplo el cielo que los mayas exploraban con su curiosidad infinita. Intentaré descubrir algún sendero celeste que me transporte de esta Mérida, la antigua T’Hó, hacia la galaxia más lejana de la Vía Láctea. Deseo hacerme una espiral en las retinas para dejarme hechizar con eso que los pitagóricos llaman música de las esferas, con eso que los arqueólogos definen con el paradójico nombre de arqueo astronomía. Trato de explicarme cómo, con esas estructuras maleables e invisibles –innumerables generaciones de matemáticos, astrónomos, arquitectos, historiadores, poetas, albañiles y contadores de las eras– los antiguos mayas llevaron a un nivel superior el arte de conocer el tiempo. Me pregunto cómo sería la música con la que esos mayas clásicos registraban sus júbilos y tristezas. Me estremece pensar que cuando los hindúes transmitieron el concepto de “cero” a los sabios griegos –en la música “eso” equivale al silencio– los mayas clásicos habían desaparecido de esta península. Alfonso Figueroa, el otro legendario fundador de Santa Sabina, hace años me explicó que para él hacer música era como esculpir el silencio. En ese instante escucho una especie de silbido sideral. Es el aleteo de un murciélago. Pasa trazando dibujos y notas trashumantes sobre un pentagrama imaginario. Para los chinos el murciélago es un símbolo de felicidad. Esos extraordinarios animalitos, de oído exquisito, colocados en forma de quincunce –emblema predilecto de Mesoamérica– representan a las cinco dichas: riqueza, longevidad, tranquilidad, salud y buena muerte. Me quedo cavilando sobre ese tema claroscuro, ese sacbé que comercia con la existencia y que me invita a recordar a Rita cantando “Estando aquí no estoy”: “No te puedo tocar/ soy fácilmente decepcionable/ soy aire y polvo/ me podría escapar y no sentir más tus sueños.” Antes de que la última metáfora se vuelva incuestionable, decido escucharla cantando “Espejo”: “Sé que tú y yo/ somos dos voces unidas por la noche.” Después me quedo oyendo a unos grillos. Fue Octavio Paz quien habló de la relación que existe entre el sonido de las alas eritreas de esos seres pequeñitos con la sinfonía que produce el universo. Esta noche, antes de dormirme, voy a buscar para Emilia, la pequeña hija de mi amigo Antonio Diego, un grillo de bejuco, perfecto y fresco que confecciona un artesano en la plaza central de Mérida. Luego me dejo fluir en la marea azul de la magnífica ciudad.
Segunda noche en la ciudad blanca; sacbé para revolcarse con el tiempo
Crónica de la tercera noche; sacbé para volar
Las noches en Mérida suelen ser cálidas y risueñas. Pero hoy el ambiente es más intenso porque el Ballet Nacional de Cuba se dispone a desafiar la ley de gravedad. Sobre invisibles pero poderosas estructuras musicales, una multitud mira con asombro cómo los cuerpos comienzan a flotar, cómo las mejor dotadas, famosas y clásicas bailarinas del Caribe giran perfectas. La catedral de Mérida –que cronológicamente también lo es de la América continental– sirve de escenario para que frente a su plaza esplenda El lago de los cisnes, la más afamada historia de amor jamás creada por Tchaikovsky. El flujo humano que se desliza bajo los portales y se mueve entre las calles, termina frente a la catedral guardando un silencio considerado. Así permanecemos extasiados hasta que nos rendimos aplaudiendo a los artistas. La obra escenificada bajo el cielo constelado de Mérida ha terminado. Las familias, los enamorados –y algunos solitarios como yo– nos perdemos entre las calles con las imágenes de las bailarinas yendo y viniendo entre las notas musicales que siguen seduciendo a la memoria.
Así termina el congreso. A la convocatoria de Sarita respondió gente inteligente y culta pero sencilla. Ligados por la música nos hemos contado un sinfín de historias. Soñamos despiertos con fados y con sambas, se habló de son jarocho y montuno, de la trova yucateca y la cubana, de arreglos sacros y profanos, de música culta y popular, de música para reír o para dejar que nos lleven las saudades; se habló de los sonidos que nos curan, música para hacer el amor y ver cine, para bailar y tener amigos, bodas, odiseas, despedidas, niños.
Avanzo en Vivir para contarla. Las redes sociales se saturan con declaraciones de amor por Mérida y por Sarita Poot. Me uno a la gran fiesta saludando a Roger Metri, poeta y anfitrión.
Sendero azul sobre turquesas para llegar a casa
Abordo una avis plateada. No duermo, no estoy despierto, leo poemas del Yanalté o Libro de libros de Chilam Balam.
“Hijos, id a traerme aquí la tapa de la entrada del cielo y su escalera, de nueve escalones, todos de miel.”
Despegamos. Digo: abajo, en el diamante, dos novenas juegan nueve entradas, mientras Bolon Tiku, la diosa nueve, la de la luna plena, iluminará las nueve puertas de la percepción. Pero la mejor respuesta a la adivinanza del vidente es ésta: El pan real. Tiene razón Barthes: saber y sabor poseen la misma raíz etimológica.
Durante el vuelo se sienten algunas turbulencias. Se estremece el caballero que lleva puesto un sombrerito de águila. Como dice Medíz Bolio, ya no sé si lo que propone el poeta del Yanalté es una adivinanza sagrada o de plano es una entrada a la gastronomía sensual de Yucatán.
–Hijo, ve a coger una mujer de Jalisco, que tenga arremolinados los cabellos, muy bonita y doncella. Yo le quitaré su falda y su vestido. Estaré muy contento de verla. Su olor será de tierra y un remolino será su cabeza.
–Esta es la mazorca tierna del maíz –contesta el discípulo del vidente.
Abajo respira un fondo de turquesas líquidas. “Llévame señor de alma abismal. Dame la luz de agua.” Dice la evocada Rita. Al final del tercer sendero, el avis entra barriéndose con sus gomas de hule. Llego a home. Despierto dentro de un sueño.
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