Antonio
Valle
A Francisco Valle Courtois
En esta temporada de tsunamis y
tormentas volví a pensar en Gastón Bachelard. Entre su vasta bibliografía
encontré El agua y los sueños, que forma parte de un cuarteto de
ensayos en los que explora la imaginación poética en relación con los elementos.
Esas fuerzas imaginantes, dice Bachelard, “ahondan en el fondo del ser, quieren
encontrar en el ser a la vez lo primitivo y lo eterno.” Para probar el paso del
tiempo en este ensayo, reflexioné en algunas de sus tesis que indagan en las
obras de algunos narradores y poetas, a los que me permití incorporar nueva
bibliografía y algunas experiencias desde el self. Ya en las sagas
griegas se observa la fusión de las aguas reales con las aguas imaginarias,
provocando que algunos fabulistas de mitologías –precursores de Bachelard y de
Roland Barthes, entre otros– elaboraran bellísimas cartografías literarias y
marítimas. Tal vez por eso algunos lectores de este “soñador de palabras”
aseguran sentir una sensación oceánica cuando leen ese memorable ensayo. Como
Freud empleó el concepto “oceánico” para describir un estado mental sumamente
placentero producido por el yoga, pensé que no puede haber lectura más
afortunada que la que reconoce los beneficios que un libro le lleva a su lector.
Esto no es nuevo: en su pequeño libro De cómo se salvó Wuan-Fo,
Margueritte Yourcenar describe algunos de los milagros que puede hacer el arte
fusionado con el mar. Así, El agua y los sueños me ha provocado
sensaciones semejantes aunque paradójicas; por ejemplo, cuando Bachelard aborda
las Narraciones extraordinarias, de E.A.
Poe, ese libro con el que miles de jóvenes se han iniciado en el culto que funde
la belleza con el horror; fenómeno histórico que sólo se explica por una
eficacia literaria que, como dice Bachelard, reúne lo primitivo y lo eterno. En
el fondo de la fascinación que siento por Poe subyacen algunas similitudes entre
su historia real con algunos pasajes de mi vida. Como parte de esa oscura
coincidencia –génesis de un antiguo mal marino– existe un sueño que W.H. Auden consigna en su precioso libro Iconografía
romántica del mar, que al paso de los años “se me ha ido mezclando” con un
sueño recurrente de tsunamis. Luego, estimulado por el “método mixto” de
Bachelard, encontré el poema “Lluvias”, de Saint-John Perse, y no menos
refrescante fue volver a Moby Dick, de Melville, y a El
Leviatán, de Roth –ambas obras maestras forman parte del patrimonio de las
mentes más plásticas que he tenido en suerte conocer. Por otra parte, un amigo
muy apreciado me dio a leer la antología Sin perdón ni olvido, de Paul
Celan, en la versión al español de José María Pérez Gay. Una de sus
composiciones más conmovedoras dice: “Madre, he escrito cartas, Madre, no llegó
ninguna respuesta.” Abatido por los tristísimos versos del poeta rumano que se
suicidó en el Sena, busqué una desdicha más atemperada por la literatura y
recordé La leyenda del santo bebedor que Joseph Roth escribió con
tintes de ironía antes de morir. Desde luego en el mapa bachelardiano no pueden
faltar Las olas y Al faro de Virginia Wolf, cuya muerte
(ilustrada por el título de una novela de Julieta Campos) se define como una
muerte por agua. Debido a situaciones como ésta, me ha resultado
difícil separar las aguas trágicas del Sena de Paul Celan, de las aguas festivas
de Henry Miller o de las aguas metafísicas de Julio Cortázar; cuyos afluentes
poéticos se comunican con el Río de la Plata de Oliveira y con el de Santa María
de Onetti. Como parte de esta navegación en distintos tiempos, geografías y
espejos, es ineludible mencionar al magnífico poeta Nezahualcóyotl que nació y
vivió en la región lacustre de Tenochtitlan y Texcoco. En esta nueva cartografía
que, preciso recordarlo, es un homenaje a Bachelard, hallé de nuevo la felicidad
en Novalis, quien escribió esta maravilla: “el agua es una llama mojada”.
Curiosamente, los poemas que Novalis escribe en Les hymnes á la nuit me
llevaron a reflexionar en los temas de la pureza y la purificación del agua
propuestos por Bachelard. Desde esas aguas espejeantes llegué a La invención
de Morel y, navegando en esa novela, a las artes cinematográficas. No es
difícil imaginar el proceso de recepción de una película como una inmersión en
el agua y los sueños, además, si como dice Bachelard que hoy padecemos “más que
nunca la acción de la imagen”, con el procedimiento propuesto por Bioy Casares
es posible “ver” con las palabras algunas de las cintas que no se filmaron en el
Danubio, el Mississippi o el Tajo, por lo que proponemos para este mapa del
lenguaje las novelas río de Faulkner, de Magris y de Saramago. Mención especial
merece el poema “Mar de fondo”, de Francisco Hernández, quien a propósito de
Paura (heroína; especie de femme fatale creada por el poeta
veracruzano cuyo nombre latino se vincula al pavor que la humanidad siente ante
los peligros reales o ficticios) dijo: “Ella es el premio con que sueñan
arponeros mutilados, buzos dementes y gavieros incógnitos.” Se cumple así una de
las ideas geniales de Bachelard: “La primera tarea del poeta es desanclar en
nosotros una materia que quiere soñar.”
Los siguientes son los títulos de los capítulos de El agua
y los sueño con algunas paráfrasis:
I. Las aguas claras, las aguas primaverales y las corrientes.
Fue una sustancia, no el “tiempo perdido”, lo que salí a buscar
aquella mañana en la cartografía de El agua y los sueños. Con
esa mixtura bachelardiana de poesía y psicoanálisis recuperé la atmósfera de un
oasis al que mi padre me llevó siendo muy pequeño. Era una colina llamada Las
Fuentes Brotantes; aquel lugar estaba cubierto de ojos de agua donde convivían
el oro y la turquesa. En ese edén acuático de Tláloc tuve la certeza de que
siempre recordaría la gloria que sólo poseían las aguas claras de la iniciación
en Mesoamérica.
II. Las aguas profundas, las aguas durmientes, las aguas
muertas, “el agua pesada” en la ensoñación de Edgard Poe.
Todo el horror que viví cuando era adolescente, y que todavía
hoy me provoca La caída de la casa de Usher, se azoga en el tenebroso
espejo de agua donde se refleja la diabólica mansión. Poe inicia su relato
frente a esa fosa común de aguas muertas y en ella termina la historia del
siniestro. Todo lo que representa el incestuoso deseo de Roderick Usher (por
otro lado satisfecho durante el mismo proceso de escritura) se abre y se cierra
en el inconsciente del lector. Para que mi espíritu infantil aceptara como
posibles algunas experiencias de este tipo, recurrí a una buena cantidad de
bebidas “espirituosas” hasta que un día experimenté como propia esta sentencia
autobiográfica de Allan Poe: “Desde tiempos de mi niñez... no pude llevar mis
pasiones desde una común primavera.” Pronto me di cuenta de que no había mejor
manera de fluir con mi compleja situación anímica que “insistiendo en el agua”;
por algo Baudelaire, el gran crítico de Poe, había sentenciado: “Hombre libre
buscarás el mar.” Esa “sustancia madre”, como la define Bachelard, era algo que
yo sin saber buscaba. La sensación final que me dejaban aquellas celebraciones
dionisiacas era como la de mi sueño recurrente con el tsunami. Auden describe un
sueño de Wordsworth donde Don Quijote se aleja del sitio donde un
tsunami (símbolo del inconsciente que desea hacerse consciente) está a punto de
irrumpir en el desierto donde el poeta está soñando. Una riada de
profundis vuelve arremetiendo con su carga.
III. El complejo de Caronte
Dice Bachelard que el “imperio de la muerte en el alma de Poe
es el recuerdo de su madre moribunda”, y agrega que “para algunos soñadores
profundos el viaje en ataúd sería el primer viaje verdadero”. Jung dice que “el
muerto es devuelto a la madre para que lo vuelva a parir”. Pensé en el funeral
espléndido que Lord Byron le ofreció al poeta Shelley frente al mar; que dicho
sea de paso, es análogo al réquiem de Quetzalcóatl, quien a bordo de una
embarcación se incineró en el Tillan Tlapallan (el quemadero) para convertirse
en Venus, planeta cuyo sínodo irregular fundamenta la cosmovisión de
Mesoamérica. Como en la cinta El barón de Munchausen, donde también el
romance de Vulcano con Venus se nutre de dos corrientes: de agua y fuego. A este
respecto es impresionante la claridad de Bachelard: “Un psicoanálisis completo
de la bebida […] debería presentar la dialéctica del alcohol y de la leche, del
fuego y del agua: Dionisos contra Cibeles.” Agregaría Apolo- Afrodita y un
estudio completo del enigmático Espejo humeante.
IV. El complejo de Ofelia.
He visto una docena de litografías y pinturas de suicidas
amorosas. En esta cartografía, esas jóvenes muertas van a la deriva y son
representadas por el personaje de Ofelia, cuyo nombre significa “la que socorre
a otros”. Ella, a la que Shakespeare hizo representar el papel de una mujer
desequilibrada –y sospechosa de pecado–, ofrece una coartada inmejorable a un
príncipe Hamlet asexuado y paradigma del hombre contemporáneo para eximirlo de
la culpa.
V. Las aguas compuestas se ligan con la supremacía del agua
dulce.
Dicha fusión la viví en un litoral salvaje del Istmo de
Tehuantepec. Una noche, después de navegar en las aguas del Mar Muerto, encontré
refugio en una islita. Enfrente de mí, como si reventaran en el más
allá, escuchaba las olas del mar abierto. Al amanecer superé una barra
dorada que divide al Mar Muerto del Océano Pacífico, azul y vivo de Tehuantepec.
Luego caminé muerto de sed por una playa, hasta que encontré un pozo de agua
dulce. Como dice Bachelard, “estaba viviendo el largo sueño del enlace”.
VI. El agua maternal y el agua femenina.
En el fondo del mar, muy cerca de Acapulco, habita una Virgen
de Guadalupe. Hace medio siglo mi padre me llevó a conocerla en una lancha con
fondo de cristal. En la película Inteligencia artificial un androide
–construido con el mismo control de calidad de los “replicantes” de Blade
Runner–, es decir dotado de sentimientos superiores a los del promedio
humano, aguarda durante siglos bajo el mar a que reviva una escultura que ha
confundido con su madre. El santo bebedor muere intentando pagar un préstamo que
no pidió, mientras contempla con la mente sumergida en alcohol a Santa Teresita
de Lisieux.
VII. Pureza y purificación. La moral del agua.
Sueño. Dentro de una gruta mi padre me invita a bañarme en una
poza de aguas termales ambarinas. De la bóveda se desprenden siete esqueletos
como los que aparecen en la película Jasón y los argonautas. Una
energía, a la que sólo puedo definir como la divinidad, mata a las muertes que
estaban empotradas en la “bóveda craneal”. Mi padre y yo navegamos sobre unas
aguas azul marino en una fragata que transporta botellitas de Old
Spice.
VIII. El agua violenta.
La naturaleza de este vehículo puede referirse al Maelstrom,
que en su expresión de mayor octanaje es producido por el agua ardiente. De
estas aguas conviene explicar algunos mitos y el comportamiento de tres héroes
civilizatorios. En Mesoamérica encontramos a Quetzalcóatl bebiendo pulque y
teniendo relaciones sexuales con su hermana, la encantadora Quetzalpetlatl.
Atravesando el océano, llegamos a la patria de Arturo que vive una historia
parecida con Morgana. Dionisos, cuya iconografía en su viaje de regreso a India
lo muestra navegando viento en popa impulsado por una rama de vid, a diferencia
de Alejandro Magno, quien finalmente fue derrotado por los místicos guerreros de
India, no tuvo que luchar para conquistarlos. La historia de la humanidad enseña
que los devotos de Dionisos suelen ser proscritos y deseados. Algunos de sus
avatares trágicos son Rimbaud, Nijinsky y Jim Morrison, quienes forman parte de
un grupo de artistas superiores.
IX. La palabra del agua
Con este tema Bachelard cierra su ensayo. Es el agua que viene
de las fuentes y la lluvia, es el agua del “lenguaje fluido”, como dice este
verso del Martín Fierro: “Las coplas me van brotando como agua de manantial”, o
también esta balada de Saint John Perse: “Vosotras, las que limpian a los
muertos, en las aguas madres de la mañana… lavad también la faz de los vivos;
lavad, ¡oh lluvias! la faz triste de los violentos…” lo cual significa, casi sin
que me dé cuenta, de que he regresado a la gloria de Las Fuentes
Brotantes.
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