viernes, 22 de junio de 2012
Los Rolling Stones en la colonia Roma
10 de junio:
Exilio en la calle principal
Antonio Valle
A Hugo Gutiérrez Vega
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
Cine
El caballo
Como debe ser –antes de publicar sus notas sobre películas que se encuentran en exhibición–, algunos críticos y especialistas tuvieron cuidado de no revelar demasiadas claves de El caballo de Turín. Aunque varias de sus reflexiones privilegiaban el valor “indiscutible” que tiene la imagen sobre el resto de los elementos, me pareció que aunque este filme no hace concesiones a las tendencias discursivas más burdas, tampoco es una obra que apunte hacia el cine mudo. Es cierto, en esta historia se dicen pocas palabras pero, justamente por eso, son imprescindibles. Otros ensayistas celebraban la fotografía de Fred Kelemen pero decían que en ella había algo de somnífero. En efecto, algunos plano-secuencias pueden provocar reacciones tipo “ensoñaciones diurnas”, ya que el tiempo en este filme es parecido a la sensación del paso del tiempo que tienen algunos sueños; aunque desde las primeras tomas cerradas del caballo, y especialmente los retratos inspirados en el poderoso cine expresionista alemán, es evidente su fuerza extraordinaria.
En cuanto a la música de Mihály Vig, seguramente inspirado por Nietzsche –que en El origen de la tragedia abordó uno de los ensayos más lúcidos en torno al espíritu de la música–, ésta es una corriente subterránea que no deja de latir durante todo el filme. Por supuesto, la clave argumental se encuentra en la mítica escena del caballo de Turín, anécdota del nervous break down irreversible que sufrió el filósofo alemán en 1889. En esta cinta, más que al concepto del eterno retorno, Béla Tarr hace el recorrido de un viaje para el que ya no habrá regreso. Una “inocente” transgresión irá revelando la intensidad dramática, cuando el protagonista “venza” la última resistencia con la que oculta su aviesa intención. Invalidado de la mano derecha, tan clásico como siniestro, el personaje codicia, con el ojo cíclope de las fuerzas pasionales desatadas, el alimento crudo que terminará engullendo. Así quebrantará la frontera que separa, como dice Lévi-Strauss, a lo crudo de lo cocido, es decir a la naturaleza de la civilización.
No puedo evitar decir que no hay nada más desalentador para los espectadores potenciales que avisarles: “en este filme no hay una historia”, ya que esta cinta ha sido confeccionada mediante una trama de zurcido –fino e invisible– extraordinariamente consistente, que recuerda las milenarios enredos entre Tiestes y Pelopia; pero también al caso más reciente de la austríaca Elizabeth Frtzl, quien permaneció retenida por su padre en un sótano durante veinticuatro años. Es asombroso descubrir lo que se propone Béla Tarr cuando presenta a un grupo de gitanos, paganos y felices, atravesando el páramo mortal en el que permanecen azogados los protagonistas. O que un monólogo, por demás contemporáneo, rebose de referentes nihilistas y apocalípticos. En El caballo de Turín –al cual, por cierto, algunos identifican como yegua; ¿acaso estarían pensando en The nightmare, la pesadilla de Borges?–, el animal se niega a beber agua de un pozo que fatalmente está a punto de secarse, lo cual, simbólicamente, significa que se han roto los vasos que comunicaban las aguas del inconsciente con la tierra yerma. No en balde los aforismos cáusticos escritos en Más allá del bien y el mal, cuyo subtítulo es: Preludio para una filosofía del futuro, son considerados como precursores de otro de los llamados maestros de la sospecha, el creador austríaco de El malestar en la cultura. He aquí dos ejemplos de ello. “En último término lo que amamos es nuestro deseo, no aquello que deseamos.” O: “–Esto no me gusta.– – ¿Por qué? –Porque no estoy a su altura.” Más allá de lo evidente, y para estar a tono con El caballo de Turín, donde no sólo no se impone lo “visual” sobre los demás recursos cinematográficos, sino que justamente gran parte de lo que no se ve en pantalla –pero que acaso alcancemos a vislumbrar en el “teatro de luz y sombras” personal–, es lo verdaderamente significativo. Como dice el mismo Nietzsche, “cuando estamos ante la presencia de las cosas más raras, es difícil –por mucho que nos esforcemos– observar el proceso si no es con ayuda de nuestra invención”. Precisamente “eso” –que no vemos– es el “ingrediente” invisible con el que Béla Tarr desafía a nuestra inteligencia. Siendo consecuente con el rigor del guión, al final, el maestro húngaro de plano nos deja ya sin las mínimas palabras, sin imágenes ni aliento, y nos abandona en “la nada”; en medio de esa breve eternidad que es la bóveda de un cine a oscuras; eso sí, rodando hasta el fondo de cada uno en la compañía de un chelo abismal. Es conveniente recordar la presunción de Lévi-Strauss, que consideraba a la música como la mejor vía para aprehender el mythos. Esta excelente pieza cinematográfica hace un homenaje a un hombre de letras que “respiraba” música, porque gracias a ella “las pasiones pueden gozar de sí mismas”. Nietzsche estaba seguro de que “ver las cosas de una manera profunda y radical es ya una violación, un deseo de hacer daño a la voluntad básica del espíritu que tiende siempre a la apariencia y a lo que se encuentra en la superficie”.
Este filme confirma cuán ridículo es asegurar que una imagen vale más que mil palabras. El filósofo que amaba a Dionisos (el que sabía mezclar la música) estaba seguro de que la humanidad eternizaba (fijaba) sólo aquello que ya no podía “vivir ni volar”. Cuando se abrazó a un caballo escarnecido en una calle de Turín, después de pedirle perdón a la bestia, el vibrante filósofo enmudeció para siempre. No es imposible que, antes de morir, Nietzsche escuchara en alguna armonía sus últimos “viejos y queridos… malos pensamientos...” Finalmente, lo obvio (o casi): la cinta del húngaro Béla Tarr está construida con imágenes y palabras inolvidables, con riadas luminiscentes y sonoras que tienen el poder de provocar emociones terribles y extraordinarias.
El caballo
de
Turín: más allá del bien y el mal
Antonio Valle
Dionisios Carla Elena Name
A Luis
Tovar
Hay casos
en que los psicólogos somos como los caballos:
nos sentimos inquietos cuando vemos moverse
ante nosotros nuestra propia sombra.
El ocaso de los ídolos,
Friedrich Nietzsche
nos sentimos inquietos cuando vemos moverse
ante nosotros nuestra propia sombra.
El ocaso de los ídolos,
Friedrich Nietzsche
Como debe ser –antes de publicar sus notas sobre películas que se encuentran en exhibición–, algunos críticos y especialistas tuvieron cuidado de no revelar demasiadas claves de El caballo de Turín. Aunque varias de sus reflexiones privilegiaban el valor “indiscutible” que tiene la imagen sobre el resto de los elementos, me pareció que aunque este filme no hace concesiones a las tendencias discursivas más burdas, tampoco es una obra que apunte hacia el cine mudo. Es cierto, en esta historia se dicen pocas palabras pero, justamente por eso, son imprescindibles. Otros ensayistas celebraban la fotografía de Fred Kelemen pero decían que en ella había algo de somnífero. En efecto, algunos plano-secuencias pueden provocar reacciones tipo “ensoñaciones diurnas”, ya que el tiempo en este filme es parecido a la sensación del paso del tiempo que tienen algunos sueños; aunque desde las primeras tomas cerradas del caballo, y especialmente los retratos inspirados en el poderoso cine expresionista alemán, es evidente su fuerza extraordinaria.
En cuanto a la música de Mihály Vig, seguramente inspirado por Nietzsche –que en El origen de la tragedia abordó uno de los ensayos más lúcidos en torno al espíritu de la música–, ésta es una corriente subterránea que no deja de latir durante todo el filme. Por supuesto, la clave argumental se encuentra en la mítica escena del caballo de Turín, anécdota del nervous break down irreversible que sufrió el filósofo alemán en 1889. En esta cinta, más que al concepto del eterno retorno, Béla Tarr hace el recorrido de un viaje para el que ya no habrá regreso. Una “inocente” transgresión irá revelando la intensidad dramática, cuando el protagonista “venza” la última resistencia con la que oculta su aviesa intención. Invalidado de la mano derecha, tan clásico como siniestro, el personaje codicia, con el ojo cíclope de las fuerzas pasionales desatadas, el alimento crudo que terminará engullendo. Así quebrantará la frontera que separa, como dice Lévi-Strauss, a lo crudo de lo cocido, es decir a la naturaleza de la civilización.
No puedo evitar decir que no hay nada más desalentador para los espectadores potenciales que avisarles: “en este filme no hay una historia”, ya que esta cinta ha sido confeccionada mediante una trama de zurcido –fino e invisible– extraordinariamente consistente, que recuerda las milenarios enredos entre Tiestes y Pelopia; pero también al caso más reciente de la austríaca Elizabeth Frtzl, quien permaneció retenida por su padre en un sótano durante veinticuatro años. Es asombroso descubrir lo que se propone Béla Tarr cuando presenta a un grupo de gitanos, paganos y felices, atravesando el páramo mortal en el que permanecen azogados los protagonistas. O que un monólogo, por demás contemporáneo, rebose de referentes nihilistas y apocalípticos. En El caballo de Turín –al cual, por cierto, algunos identifican como yegua; ¿acaso estarían pensando en The nightmare, la pesadilla de Borges?–, el animal se niega a beber agua de un pozo que fatalmente está a punto de secarse, lo cual, simbólicamente, significa que se han roto los vasos que comunicaban las aguas del inconsciente con la tierra yerma. No en balde los aforismos cáusticos escritos en Más allá del bien y el mal, cuyo subtítulo es: Preludio para una filosofía del futuro, son considerados como precursores de otro de los llamados maestros de la sospecha, el creador austríaco de El malestar en la cultura. He aquí dos ejemplos de ello. “En último término lo que amamos es nuestro deseo, no aquello que deseamos.” O: “–Esto no me gusta.– – ¿Por qué? –Porque no estoy a su altura.” Más allá de lo evidente, y para estar a tono con El caballo de Turín, donde no sólo no se impone lo “visual” sobre los demás recursos cinematográficos, sino que justamente gran parte de lo que no se ve en pantalla –pero que acaso alcancemos a vislumbrar en el “teatro de luz y sombras” personal–, es lo verdaderamente significativo. Como dice el mismo Nietzsche, “cuando estamos ante la presencia de las cosas más raras, es difícil –por mucho que nos esforcemos– observar el proceso si no es con ayuda de nuestra invención”. Precisamente “eso” –que no vemos– es el “ingrediente” invisible con el que Béla Tarr desafía a nuestra inteligencia. Siendo consecuente con el rigor del guión, al final, el maestro húngaro de plano nos deja ya sin las mínimas palabras, sin imágenes ni aliento, y nos abandona en “la nada”; en medio de esa breve eternidad que es la bóveda de un cine a oscuras; eso sí, rodando hasta el fondo de cada uno en la compañía de un chelo abismal. Es conveniente recordar la presunción de Lévi-Strauss, que consideraba a la música como la mejor vía para aprehender el mythos. Esta excelente pieza cinematográfica hace un homenaje a un hombre de letras que “respiraba” música, porque gracias a ella “las pasiones pueden gozar de sí mismas”. Nietzsche estaba seguro de que “ver las cosas de una manera profunda y radical es ya una violación, un deseo de hacer daño a la voluntad básica del espíritu que tiende siempre a la apariencia y a lo que se encuentra en la superficie”.
Este filme confirma cuán ridículo es asegurar que una imagen vale más que mil palabras. El filósofo que amaba a Dionisos (el que sabía mezclar la música) estaba seguro de que la humanidad eternizaba (fijaba) sólo aquello que ya no podía “vivir ni volar”. Cuando se abrazó a un caballo escarnecido en una calle de Turín, después de pedirle perdón a la bestia, el vibrante filósofo enmudeció para siempre. No es imposible que, antes de morir, Nietzsche escuchara en alguna armonía sus últimos “viejos y queridos… malos pensamientos...” Finalmente, lo obvio (o casi): la cinta del húngaro Béla Tarr está construida con imágenes y palabras inolvidables, con riadas luminiscentes y sonoras que tienen el poder de provocar emociones terribles y extraordinarias.
Kurt Cobain: all apologies
Antonio Valle
Un chico vaga entre los bosques de
Washington. Regresa a su residencia. Ante la indiferencia de otros jóvenes que
han tomado su casa, el chico silente se desconecta para tener vislumbres finales
de sueño y realidad a través de la heroína. Además de los tres o cuatro
imbéciles que vemos en pantalla –personajes que permanecen indiferentes ante su
dolor–, aparece el solitario golpeándose la nuca como si unos zancudos
descomunales lo picaran. Finalmente, dentro de un invernadero jala el gatillo de
una escopeta. Son algunas imágenes de la película Last Days (2005) en
la que Gus Van Sant aborda la crisis final de Kurt Cobain. Desde esa noche me
pregunto quién era él, por qué durante todos estos años no quise saber nada de
ese chico ni de su música.
DÉJÀ VU DE
NEIL YOUNG Y FLASHBACK HASTA RADIOHEAD
1978. En un
departamento de Santa Mónica escucho el disco Déjà Vu que el músico
canadiense Neil Young grabó con Crosby, Stills & Nash.
1994. EL
ESCRIBIENTE
La noticia del
suicidio de Kurt me pone en alerta. Al finalizar este año me someto a una
terapia para liberarme de una fantástica y mortal adicción por el alcohol. La
radio toca piezas de Nirvana. Como tengo sobreexcitado el sentido del oído no
soporto esa música. ¿Qué es lo que el chico busca cantando de ese modo? Parece
que desea encontrar lo mismo que descubrió John Bonham, baterista de Led
Zeppellin, pegándole a sus tambores como si quisiera cazar a Moby Dick a
baquetazos. Algunos amigos me hablan con respeto y misterio de Cobain. Veo sus
pupilas dilatadas en revistas, carteles y en las playeras que usan los
muchachos. Por el proceso terapéutico que llevo a cabo prefiero saber de músicos
y poetas menos peligrosos.
1995. NEIL YOUNG DE
NUEVO
Inexplicablemente mi terapeuta me
ha dado de alta. Como todavía no sé quién soy, menos sé quién fue Cobain.
Inconscientemente me acerco a él mientras escucho el disco Mirror Ball
en el que Neil Young toca acompañado por los músicos de Pearl Jam, la mítica
banda grunge de Seattle. En su nota de suicidio Kurt cita a Young:
es mejor quemarse que consumirse lentamente. A Eddie Vedder, vocalista
de Pearl Jam, a Neil y a Kurt Cobain los une una oscura coincidencia: todos
provienen de familias hechas pedacitos y son incapaces de soportar música
bonita. Son los creadores del sonido grunge (sucio) que
fusiona hard rock, punk e indie. Esta música es la antítesis del
air metal que domina los circuitos comerciales del rock pop durante la
década de los ochenta. Las bandas de Seattle hacen una música que está muy lejos
de las actitudes de vedette que despliega la mayoría de los músicos en
esa época. De vez en cuando, como si fueran los tambores de John Boham, una
manada de caballos me pisotea las sienes. Todavía tengo fragmentado el sistema
nervioso central y no aguanto ni las delicadezas de Claude Debussy. Trato de
alcanzar algo de calma haciendo meditación budista.
1996. SINEAD
O’CONNOR
Aparece Universal Mother
deSinead O’Connor:… en ese disco la cantante irlandesa interpreta All
Apologies. Ella canta como si fuera una madre holística queriendo
aliviar el dolor de Kurt Cobain. Su voz tierna, acompañada por el rasgueo de una
guitarra, es una experiencia espiritual exquisita y delicada.
Una tromba hace que la luz se vaya (qué expresión). Desde las siete de la noche la luna esplende en el cielo engastada en un cielo de cobalto, violetas, rosas y naranjas. Un respeto humano, inédito para esta y para miles de noches en la ciudad, me protege. Bajo un manto de silencio en la calle silbo secuencias sonoras de Harvest Moon.
INVIERNO DE 2008. MISHA
El joven Mijaíl me presta algunos discos de Nirvana. Cuando Kurt se suicida, Misha tiene cuatro años. Él dice que ahora es más común que las familias estén rotas pero que los efectos en los hijos son tan letales como antes. El odio milenario que suelen profesarse cierto tipo de parejas sigue provocando que sus hijos sean víctimas y esclavos de sus patologías. Misha dice que por prescripción médica cada vez hay más niños que toman antidepresivos. La primera vez que él escuchó “Smells like teen spirit”, himno de la generación X, fue en un tono para celular. Esta pieza resume la frustración y mediocridad que respiraron los jóvenes durante la última década del milenio. Misha pronto prefirió la música de The Strokes, que toca un rock indie que hasta la fecha la crítica especializada no logra definir. Años después, cuando ya es un fan de Radiohead, mientras opera un videojuego táctil de rock band, uno de sus jóvenes amigos selecciona “In Bloom” para tocarla; Misha apenas y se acuerda que esa canción es de un grupo llamado Nirvana.
VERANO DE 2009. UNA APOLOGÍA
Han transcurrido los primeros quince años del suicidio de Cobain. Ahora puedo escuchar su música sin alterarme. Su voz se parece a la de un niño que se desdobla mediante un deslumbrante juego de voces. En algunas canciones Kurt parece preguntarse algo en un tono bajo para responderse enseguida con una modulación aguda e irascible. En acaloradas discusiones he desarrollado algunas apologías pero jamás he escrito alguna. Toda disculpa requiere de una explicación. Por supuesto una explicación no necesita formular una disculpa. ¿Es culpa o tristeza lo que me provoca Kurt? ¿Qué clase de emoción me impulsa a escribir este ensayo?
FILOSOFÍA OCCIDENTAL-FILOSOFÍA ORIENTAL
Mientras escribo estas líneas leo la Apología de Sócrates. En ese diálogo Platón, además de dar cuenta del proceso y la condena a muerte de su maestro, hace una defensa de la importancia que tiene conservar la dignidad antes que a la propia vida. En el otro extremo de la filosofía, el término budista de Nirvana, con el que Kurt bautizó a su banda, presupone un estado espiritual en el que, junto con los demás deseos, también se aniquila el de vivir.
VERANO DE 2009. LA POESÍA
Se me ha ocurrido una herejía: cuando pienso en Kurt fundo su imagen con la de Rimbaud. ¿Será porque además del parecido físico los dos rubios solares son oscuros a morir? Kurt canta: “En el sol, estoy casado, enterrado.” Dice Rimbaud: "Me arrastraba en callejones pestilentes y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol...” Ambos buscaron purificarse frente a un padre solar, ambos fueron valientes y construyeron una obra transgresora mientras avanzaba su leyenda negra. De nuevo la historia de algunos artistas portentosos se repite. Ambos rechazaron toda clase de convenciones y manifestaron diversos síntomas de paranoia y depresión. Al igual que Rimbaud bajo el cielo de África, Cobain también estaba obsesionado con clarificarse con el sol pero de Seatle.
VERANO DE 2009. EL AVE FÉNIX NO BROTA
Luis Tovar traduce los versos de las canciones que aquí aparecen. De All Apologies:
En el sol me siento uno.
En el sol estoy casado, enterrado.
Me gustaría haber sido como tú, que te entretienes fácil.
Encuentro mi nido de sal.
Todo es mi falta.
Asumiré toda la culpa, la vergüenza de la espuma marítima.
Quemado con el congelador, las cenizas de su enemigo lo ahogan.
All in all is all we are. Todo en todo es todo lo que somos.
Con esta oración mística la voz grunge del rebelde se transfigura. En la versión unplugged de esta pieza, que el mismo Kurt nos dice que era su favorita, la serenidad y el silencio son los últimos recursos con los que se funde en un mundo solar del que tuvo vislumbres en su infancia y del que nos informa en los versos centrales de All Apologies. También es posible observarlo en un video donde, junto a los otros dos miembros definitivos de Nirvana, Dave Grhool (baterista) y Kris Novoselik (bajo), toca muy serio y frío una versión de “Seasons in the sun”, una canción nostálgica y cursi de los setenta que a Kurt le fascinaba.
CUALQUIER INSTANTE DEL PRESENTE MÚLTIPLE. LA MÁS ALTA FRECUENCIA
Kurt Cobain fluye en la misma frecuencia de onda al lado de poetas y grupos de otras décadas y circunstancias como Velvet Underground, John Lennon, Frank Zappa, Pink Floyd, Bob Dylan, Pearl Jam, Neil Young y Robert Fripp. En ese delta espeso y subterráneo, a veces refulgente, navegan grupos como Radiohead, banda inglesa finisecular que adoptó ese nombre para hacer un homenaje al legendario grupo Talking Heads. Esta banda, nutrida con las letras y la voz de su guía Tom Yorke, ha creado sustancias sonoras de gran belleza que, especialmente en su primer disco, deja sentir la influencia de Cobain en piezas como “Anyone can play guitar” o en “Blow out”; y también de vez en cuando se deja imantar con las ondas poéticas del mítico King Crimson. En su discografía, Radiohead da cuenta de relaciones sombrías: Pablo Honey (1993); de la belleza estética que provoca el dolor emocional: The Bends (1995); de la fantástica fusión artística con la tecnología: Ok Computer (1997); de una expresión minimalista para el porvenir del rock: Kid A (2000); de su capacidad para recuperar la tradición clásica del rock: Amnesiac (2001); de la ironía con la que trata a George Bush, el bélico: Hail To The Thies (2003), o donde nacen y mueren atmósferas postmodernas de angustia existencial: In Rainbows (2007).
¿Qué opinión tendrían Baudelaire y Mozart de este delta donde las cuerdas emocionales vibran desde su más profunda neta? Ese plasma sonoro seguirá fluyendo porque esa frecuencia de onda viene de lejos. Con toda su belleza, pero también con todo su dolor, es una expresión de la más alta fidelidad humana.
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